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sábado, diciembre 24, 2005

Caminan desnudos en mi espejo....

Por Lisette Ruiz

Cuando yo tenía 14 - y también por muchos años desde entonces - cuando miraba a las personas era su forma de llevar la ropa, la manera en que se veía desde afuera, la estatura que le daban los demás, lo que me daba el reflejo de su imagen. Si era hombre, y el pelo era más largo que corto, y siempre estaba despeinado, y vestía una ropa aparentemente descuidada, y cantaba sobre un escenario canciones que impactaban, y los otros lo aplaudían, entonces para mí era una halo de luz, un ser con poderes magnéticos, y era capaz de mostrarme con la punta de su dedo, si quería, el camino por el que yo debía transitar. Y si la persona que yo miraba era un militar envuelto en su uniforme, lo sentía un hombre ajeno, con el poder en sus armas y la inflexibilidad metida entre las botas, una especie de muralla movediza que no se podía penetrar. Si era un político, pensaba que era cierto su aire de importancia y que su tiempo entero estaba dedicado a cosas serias y absorbentes.

Ahora, ya cumplí 60 años, y todos caminan desnudos en mi espejo.
Los veo sin que nada los disfrace, los veo en su esencial figura humana, sin títulos, sin luces, sin palabras. Y a veces siento tanta lástima! Ellos creen que de verdad son sus imágenes vestidas, pero no. Al final, desprovistos de lo que nos arropa, somos sólo un animal más en nuestra tierra, que a su vez es una piedra que corre dando vueltas junto al sol, que no es más que un grano de insignificancia en el mar absoluto del misterio.

sábado, diciembre 10, 2005

Ruiseñor en su retiro

Por Raysa White


El 10 de diciembre se cumple un aniversario más del natalicio de Dulce María Loynaz. Hoy traigo en su recuerdo un texto que publiqué con motivo de su Premio Cervantes, en el Número 507 del 10 de enero de 1993 del Magazín Dominical en el diario EL ESPECTADOR de Bogotá, Colombia. Página 6. Se los entrego, como ven, 12 años después; y es mi prueba de amistad y de un amor que nunca mueren.


Cuenta una vieja leyenda china que un emperador, no conforme con el don natural de las cosas, ignoró una voz que en su aposento le entregaba todas las mañanas su canto sin necesidad de ser comprado ni pedido. Y en su lugar -con espontáneo entusiasmo- colocó un pájaro artificial, regalo de quién sabe qué constructor de mundos, echando de la ventana a su poeta voluntario.

Muchos años después en una pequeña isla del Caribe –como fenómeno de mágica ironía- apareció otra vez el ruiseñor en una finísima mujer que decía: “A mí me gustaban mucho los versos, creo que desde que he tenido uso de razón. Porque además supe leer muy pronto y era lo que más leía, más que los libros de cuento”. Su nombre resultó ser Dulce María Loynaz.

Aunque estas historias suelen corresponderse con los misterios del sentir, más que con los del decir, no develado, sucedió en cronológico modo la circunstancia que ya conocemos. Pero el ruiseñor, avisado en experiencia, optó esta vez por cerrar su nido y cantar para sí y para sus adeptos confidenciales; hasta que un día, de repente, dejó de cantar y sus amigos sorprendidos fueron a preguntarle qué falta habían cometido para que dejara de deleitarlos: “Hace muchos años que ya no hago poesía –explicó- porque simplemente la inspiración dejó de visitarme y yo no la puedo obligar”.

¿De modo que sin inspiración no puede cantar?, preguntaron todos a coro. “Bueno, yo creo que la inspiración existe, y que sin ella no se puede hacer versos”. Alguien carraspeó imprudentemente y ella, tomándolo como una reconvención aclaró rapidito: “Vamos, se pueden hacer, pero no salen bien. La inspiración es una cosa que uno no puede describir qué cosa es, ni de dónde viene, ni cómo se va. Desde luego, no es posible, no creo que nadie se atreva a decirlo, pero que existe, existe, como existen tantas cosas que no podemos ni siquiera definir”.
Entonces, ¿no nos puede cantar sin inspiración? Insistió un amigo descorazonado: “No, yo la espero” –respondió con firmeza-. Yo la espero porque, además, no le puedo dar una cita a la hora fija. Ella viene cuando le parece”.

Así comprendieron que lo que su amiga les había entregado era eso: impulso y magia. Innaturalidad y encantamiento. Razón no razonada porque viene del lugar donde se arquetipa la memoria. De lo inasible. Lo impalpable. Y de este degustar originario se deslizaron parsimoniosamente por los conductos subterráneos de su vida unos versos náufragos que se les fueron haciendo cuerpo en el poema, como se nos hace hombre o mujer esa criatura que una vez acunamos. Y ahora sí ya no compuso más. Se apropió de la palabra e hizo con ella flor y espada. De este modo contó –no cantó- lo que quiso contar. Y sucedió que no narraba lo que había de acontecer, sino lo acontecido, por lo que volvieron a inquietarse sus amigos. “Bueno, yo soy una persona muy arraigada al pasado –dijo tranquilizándolos-, para mí el pasado es casi siempre presente. Es más, la inspiración, también, casi siempre, uno la cifra en el pasado, experiencias que uno ha tenido, sentimientos, así que el pasado para un poeta es un tiempo elemental”.

Sólo quedaba un secreto por conocer: ¿por qué ese cantar sin estar, cantar personal cerrando la puerta como si la poesía se escapara asustada hacia adentro con temor del mundo? Y para eso también tuvo una explicación: “El poeta –dijo- siempre tiene algo de ausente, porque siempre está donde no está. Siempre se evade un poco, aunque yo no creo ser de las que más me he evadido, porque por distintas circunstancias de la vida, he tenido que estar muy atenta a lo que pasaba a mi alrededor. No he sido como quiere decir la gente, un poeta de torre de marfil”.

Cayó la lluvia. Crecieron las hierbas. Dulce María Loynaz fue montaña que muda su piel verde, pero no se transmuta. Hace poco vinieron sus amigos, tan veloces que al llegar se precipitaron unos sobre otros contra el portal. Venían eufóricos y vociferando: ¡Ruiseñor, tu canto ha volado y se ha escuchado en lugares de gran disentir! Ella levantó suavemente cabeza y alas porque ya todo su cuerpo era jardín de invierno. ¿Eres feliz? ¿No te sientes feliz? “No sé si es tarde o pronto para ser feliz. De veras no sé...” (1) Pudo en su vuelo recitar de nuevo. Pero a ello, alguna vez, otro mortal había hallado respuesta, quizás hacía dos siglos – así de anciano es el saber: “Toda la naturaleza –dijo- no es sino arte desconocido para ti: todo azar, dirección que no puedes ver: toda discordia, armonía no comprendida; todo mal parcial, bien universal: y, a pesar del orgullo, a pesar del resentimiento de la errante razón, una sola verdad es clara: Todo lo que es, está bien”. (2)

Pues sí, era no más que eso, Ruiseñor, Soledad, Dulce María, todo está bien. Muy bien. Triunfa otra vez el verso, otra vez la poesía.

Notas:

-Los textos en bastardilla corresponden a respuestas de Dulce María Loynaz a EN TODOS LOS PUNTOS noticiero cultural de la televisión cubana que escribí y dirigí en Cuba a finales del años 80.

(1) Dulce María Loynaz. La novia de Lázaro, en Poemas Náufragos.

(2) Pope, Ensayo sobre el hombre, 1734.