Buscar desde este blog

sábado, febrero 13, 2010

El poder de Jesús

Por Raysa White

Hace un tiempo mi situación futura parecía indefinible. Pudo haber sido que el dolor, de tan tenaz, no dejaba al cerebro espacio para pensar, pero mi situación física no podía ser más delicada. Rebobinando la cinta de mis recuerdos, tomo conciencia de los momentos que viví: enferma, deshidratada, sin recursos económicos ni nadie que pudiera sostenerme. Echada en un inhóspito cuartito –sin luz y bautizado con chorreras de agua-cada vez que caía un aguacero; llena de deudas –que pagaba con un contrato milagrosamente concedido por una institución del estado-, y para colofón, impedida de regresar a mi país.

Sin embargo, nunca se ubicó en mi conciencia el tema: ¿Qué será de mi vida? Pudiera decirse que nunca fui consciente del proceso por el que estaba pasando. Mi opción fue encomendarme al Señor, no con la ansiedad del preocupado, sino como el hijo indisciplinado que conoce su falta y está dispuesto a pagar por ella. No me sentía con moral para otra cosa.

Hice el retiro con mi comunidad y luego sola. Aunque Dios nos escucha siempre, pienso que es beneficioso compartir espiritualmente en comunidad porque somos parte de ella y nuestras decisiones afectan al inconsciente colectivo. Aunque lo hagamos de todos modos individualmente, donde también existe una colectividad íntima –el misterioso trino- del cual necesitamos consenso.

Ahí tomé responsabilidad de mis errores fundamentales e hice el compromiso de repararlos. Y a partir de ese momento –apoyada en la oración- comencé a levantar mi vida.

Si estamos dispuestos a empezar de la nada, con dignidad y humildad, seremos rescatados. Si estamos dispuestos a adherirnos a su proyecto, Jesús nos protege. Y a través de sus fieles, sus ejércitos –que son sus fuerzas- nos garantiza la protección.

¿Qué nos pide como primera condición? Amarlo. Entrar en disposición de amar a los otros y, en la medida de nuestras posibilidades, mantenernos en armonía con ellos.

La espada de Jesús es el amor.

Sólo el amor protege de la traición. Nos aleja de la deslealtad y el egoísmo de los que nos rodean. Nos mueve al compromiso con el que sufre y nos provee de fuerza para ser consecuentes con una causa. El amor es un atributo que, si tiene una naturaleza verdadera, sobrepasa el poder del dolor.

Muchas personas piensan y afirman que del dolor pasamos al amor. No creo que la transición se dé de este modo. Es el dolor quien nos hace reconocer la fuerza del amor cuando logramos trascenderlo en función de una creencia, proyecto o utopía.

Esa es la lección que nos dio Jesús, el Nazareno. Lo curioso es que, en principio, no era para nosotros, sino para el Padre, quien -teniendo la información de la debilidad de nuestra naturaleza- nos corregía con la autoridad de la violencia, es decir, del castigo.

Jesús le probó al Padre que en la naturaleza humana había un componente más efectivo que el miedo y que el dolor. Y se lo probó en la cruz con el sacrificio de su carne.

Para demostrar al Padre su tesis, aceptó nacer como humano, es decir, encarnar. Este proyecto trajo una nueva noción al espíritu: la re-encarnación. Porque el premio que el Padre otorgó a Jesús fue el poder de la vida eterna, a través de la autoridad sobre las huestes espirituales.

Si amamos a Jesús es que hemos aceptado el poder del amor. Pero Jesús en su infinita inteligencia –que no se permite ingenuidades- pide pruebas de ese amor. ¿Por qué? Porque Él cuando nos elige nos está entregando algo grande, y lo grande no se da porque sí. Se da por merecimiento. No estamos hablando de misericordia, sino de lo que se va a poseer para misiones de gloria. Así como el Padre nos da “gracias”, Jesús nos otorga poder. Un poder que debe ser correctamente ejercido, por eso debemos estar adheridos a Él, en obediencia, porque de Él viene la razón -la verdad- de la misión.

De ahí que cuando yo clamé Él me respondiera con su misericordia –que es con su amor- y me enviara este mensaje: Te he escuchado, y voy a levantarte de entre las piedras. Llegará el tiempo en que yo te pediré un sacrificio para saber si tú me amas.

Él sabe que nadie hace un sacrificio por el otro sino siente amor.

¿Qué necesita Jesús de nosotros? ¿No vive Él muy bien en las alturas? ¿Por qué acudir a auxiliarnos? Porque nos ama. ¿Pero va a echar sus perlas al cerdo? Decididamente, no. Él nos conoce. Es bueno recordar la parábola del joven Natanael cuando descansaba debajo de la higuera. (San Juan 1, 45-51).

Seamos quienes seamos Él sabe cada cual a quien lleva dentro. Hayamos lo que hayamos hecho Él sabe a quién puede entregar su espada y convertirnos en guerreros de la luz. Con ese amigo de nuestro lado ¿se puede tener mayor poder?

0 comentarios: